dissabte, 3 d’agost del 2013

Los olivos cuadriculan el paisaje (Antonio Muñoz Molina: El viento de la Luna)

MAR DE OLIVOS. ÚBEDA

Si lloviera algún día en estas vacaciones yo podría quedarme en la cama hasta que estuviera bien entrada la mañana. Si no llueve se trabaja un día tras otro, sin descansar nunca, ni en Navidad ni en Año Nuevo; se termina de recoger la aceituna de un olivo y se pasa al siguiente, y siempre queda por delante una hilera que no parece que vaya a acabarse nunca. Las cuadrículas de los olivares se prolongan hasta difuminarse en el horizonte, igual que los caminos inundados de aceituneros. Mientras varean los hombres hablan sin descanso de fincas, de números de olivos, de los cientos o millares de kilos de aceituna que dio un olivar en la pasada cosecha. Hablan, se ríen a carcajadas, repiten bromas o refranes que son los mismos que dirán mañana y el año que viene y los que decían hace diez o veinte años, se suben a los troncos, dan golpes tremendos y a la vez muy calculados a las ramas para que la aceituna se desprenda de ellas sin que sea dañada, encienden cigarrillos que se les quedan apagados entre los labios, se raspan de las botas el barro que se adhiere a las suelas, tiran al unísono de los mantones cargados de aceituna. El árbol es una deidad austera y resistente a los golpes de las varas, un organismo de una fortaleza hosca, casi mineral, adaptado a los extremos del clima, a la escasez de agua, a las heladas del invierno, con un tronco duro y rugoso por el que parece imposible que circule la savia, con el volumen y la textura de una roca o de una joroba de bisonte, con raíces tan hondas que pueden alcanzar las humedades más escondidas de la tierra, con hojas puntiagudas, con el haz verde oscuro y el envés de un gris de polvo, hojas pequeñas y combadas para resistir en el aire muy seco reduciendo al mínimo la evaporación. Plantados en filas paralelas, a distancias iguales, sobre la tierra clara y arcillosa, los olivos cuadriculan el paisaje con una seca geometría que solo se suaviza en las distancias, cuando la bruma azulada y la sucesión de las copas enormes ofrece un espejismo de frondosidad. De cerca son figuras ascéticas, hurañas, altivamente aisladas entre sí, de una longevidad y una envergadura que vuelven triviales por comparación a las personas que se afanan mezquinamente en torno a ellos, arrastrándose por el suelo para recoger sus frutos, empeñando todas sus fuerzas y todas sus ambiciones, las energías enteras de sus vidas, a cambio de un beneficio escaso e inseguro, que ni siquiera es del todo generoso ni en los mejores años de abundancia, salvo para los dueños de los grandes olivares. Una cosecha que se anuncia buena cuando al final de la primavera brotan los racimos de flores amarillas se malogrará si no llueve a tiempo ese año o si al principio del invierno caen unos hielos demasiado fuertes.

Antonio MUÑOZ MOLINA (2006): El viento de la Luna. Seix Barral Biblioteca Breve. Barcelona. Páginas 253-254.

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